Entre el arrivo y la costa

 Mirando al mar entre las largas lianas y delgadas ramas de un sotobosque que lo delira con su verde. Las olas mudas; el viento pegando contra el vidrio que rodea al micro-ecosistema tropical con cuatro caras de transparencia. En cada una se confunde el paisaje, clima, color, vegetación; se pasaba de escasez sombría y despojada a la abundancia del verdor impenetrable, al mismo tiempo finito cuando un torbellino pega la cabeza contra el cristal todopoderoso. Eso le otorga un cierto sentimiento de pérdida: las plantas se esfuerzan en su trepar insensato por las esquinas del cubo. Los límites transparentes siempre son melancólicos. Él observa el horizonte del mar como a través de una pantalla de televisión plasma gigantesca, solo para millonarios. No medita, parece que intenta ignorar como la vida botánica exportada lo engloba de cierta manera. Tal vez a estas alturas siente que lo ahoga, aunque no tenga cara de pedir auxilio. 

Plantas y nada más, sus arterias protruyen en las hojas y en la tierra, mostrando cada detalle de su vida. De vez en cuando volaba una morpho azul, o una niebla que alimentaba aquel musgo que crecía desapercibido en el escritorio que soportaba 345 libritos, tres lupas con distintos aumentos, y un pedazo de pan con mantequilla cubierto en una manta de hormigas. Las cáscaras del exoesqueleto de abejones y escarabajos en una fila recta a lo largo de la madera. Los favoritos de su niñez: singularmente por el cuerno puntiagudo de rinoceronte. 

Y él, nada. Ahí sentado, bajo las majestuosas copas, mirando lo que no era suyo, lo que no conformaba parte de su interior, de su cobertura, de su mundito. Ve lo hondo, lo más hondo; tal vez viendo si se puede fundir. El café humea en la lejana cocina, siguiendo el paso de bloques de cuarcita, y adelante por una puerta, de esas cualquieras. En el piso está tirado un viejo periodico, prediciendo una guerra. El olor de un viejo perfume de mujer merodeando por los helechos; la niebla. Esperaba un barco que navega a través del tumulto de olas, que ha buscado, y busca aún; cercenando la costa, veleros inflados. Ya ni se sabe que busca a lo lejos, el barco se hundió seguramente. Su niña ve los pinares doblados sobre la colina, deseando trepar junto a los vientos. 5 añitos, descalza, bien sentada en una alta silla de madera; sus piernas blancas y raspadas cuelgan, pataleando lentamente, con ritmo. Ella no espera nada, solo seguir trepando todo pino que halle. 

Tres fuertes golpes en la ventana del frente de la casa, le llegaron casi extinguido su sonido. Estos los habían dado una culata de rifle de caza, de eso se escondió la pobre chiquita, con un diminuto salto de la silla y una corrida por los pasillos de madera añeja que rechina con los pasos; como la madre majando el polvo que ella trajo de las tierras arenosas de afuera. El afuera que no podía ver él desde su asiento en el mar. Flotando, yéndose. 

Un golpe menos esta vez, el cazador quería mostrar deliqueza. Cuando los flecos castaños de la niña se volaron de su frente al mirar de lado asomándose al exterior de la entrada, el cazador estaba ido, en el alrededor se encuentra su mirada. Una fascinación infantil, como si viera su propio reflejo por primera vez; lo acompañaban 22 beagles esparcidos en el curvado monte, la cola en punta de bandera blanquinegra, los hocicos largos metidos en los pastos amarillos, olisqeando perplexos la tierra. La linda niñita no se ha bañado nunca, tal vez por eso sus narices tan confundidas. El rifle sostenido en su hombro derecho, barril apuntando al cielo. Seguro anda cazando patos, si es que hay. 

No se acuerda si por ahí habían lagos, no se acuerda del viento llevando arenas, sentado solo ve la niebla. El cazador ya enfrente de una de las caras altas, finas ventanas de vidrio: el portal al bosque intangible donde todas las lianas buscan el sol. Con sus labios descarapelados observa la nube que consume todo liquen, helecho, musgo, hongo, enredadera; siempre separado por la pantalla, sus pies embotados haciendo crujir la tierra arenosa y seca. El viento ensordece su alrededor, y él viendo una selva muda, que por dentro estallan las chicharras, hasta encontrar con sus ojos la pila de libros, y después al hombre en trance con los veleros míticos del horizonte. Le llama, pero su grito entrelazado con la borrasca, impedido por el vidrio y las chicharras, no llega a ningún oído. 

La niña asomada saca un pie, segura de que el hombre no está ahí enfrente, lentamente arrastra el otro para posicionarse bien en el marco de la puerta. Afuera, a unos 15 metros, pasa un conejito blanco con manchas negras. La niña sigue su trayecto con la mirada emocionada: ama a los conejos. Este escarba entre matorrales y agaves, la niña desesperada para salvarlo de las espinas de aquellas matas. Le preocupa mucho una gota de sangre en esa melena blanca. Lo piensa, no lo soporta, y abre la puerta saliendo volada al rescate. Nunca había corrido tan rápido, pegaba las plantas del pie con las piedritas, y se clavaba espinas y pasto sequisimo. El padre en su santuario, coronado por el sol del atardecer y las copas del bosque, entre las enredaderas: destellos, que también iluminan la niebla. Ni volvió a ver la cara opuesta de vidrio donde la colina se estira con los pasos acelerados de la niña; empeñado en las olas picoteando, a lo lejos que casi ni se ven con claridad.

Un salto al matorral; el conejo sale por un hueco y baja la colina en dirección al mar. El sol puesto pinta las nubes y la costa, especialmente aquel cubo cristalino y los mil verdes que contiene. El hombre ido gira la cabeza de repente; un disparo que resuena en todas las esquinas de la desolada finca, y finalmente penetra el fuerte transparente y la blanca visión del padre. Lejos, un cuerpito cae.


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